“¡Es la economía, estúpido!" La célebre frase de James Carville, asesor del demócrata Bill Clinton en la exitosa campaña que en 1992 le impulsó desde su modesto sillón de gobernador de Arkansas hasta el Despacho Oval de la Casa Blanca, descolocando a su contrincante republicano, George Bush, padre, que seguía volcándose en los éxitos de la política exterior estadounidense como el fin de la Guerra Fría o la Guerra del Golfo Pérsico, olvidándose de los problemas cotidianos y de las necesidades más perentorias de los ciudadanos, vuelve a estar de plena actualidad cuando los gobiernos de cualquier Estado o nivel, ya sea regional o local, tienen como única obsesión los recortes presupuestarios para rebajar su deuda, dejando en desuso instrumentos de reactivación económica y provocando una contención de las inversiones.
A esta política restrictiva del sector público hay que añadir los grandes problemas de financiación que están teniendo las empresas por parte del sistema financiero privado, más atento a resolver sus propios problemas de estrechez de márgenes por la caída de la actividad que a asumir riesgos crediticios, a pesar de contar con todas las garantías posibles, y que puede provocar el cierre de compañías si se entra en una situación de recesión, como así parece que puede producirse en 2012.
La idea de poner como prioritario el ejercicio de la austeridad en el frontispicio de la acción de las administraciones públicas está provocando justo el efecto contrario de aquello que se nos decía de que los recortes del gasto harían aumentar la confianza de los consumidores y de las empresas y de que esa confianza estimularía el gasto privado con lo que se compensarían los efectos depresores de los recortes del sector público.
Gracias a esa doctrina económica, que refuerza, curiosamente, los planteamientos neoliberales que provocaron la actual crisis, los gastos públicos siguen en su línea de recortes, el desempleo sigue aumentando y el estado de Bienestar se está viendo afectado de manera importante, siguiendo un guión perfectamente trazado por el capitalismo desde que se quedó en un único modelo planetario, tras la caída del muro de Berlín.
El sector público no debe de funcionar como las economías domésticas, donde apretarse el cinturón puede ser el mejor antídoto para paliar la caída de los ingresos en una familia, porque la práctica de políticas restrictivas en inversión trae como consecuencia una paralización de la economía al no incentivar la iniciativa privada, impide la creación de empleo y, con ello, el aumento del consumo.
Nuestros gobernantes no pueden tener sólo como objetivo prioritario meter la tijera en infraestructuras y sanidad, educación, servicios sociales, investigación y fomento de las nuevas tecnologías, sino se deben seguir impulsado las inversiones en esos sectores, a pesar de los problemas de recaudación que están teniendo las arcas públicas por la caída de la actividad, aunque con un impulso de la economía desde una vertiente más integral, equilibrada, respetuosa y armoniosa con las personas que, a pesar de lo que quiera imponer el neoliberalismo, siguen siendo los sujetos del sistema económico.
Por eso, es bueno volver a poner de relieve los viejos principios keynesianos que sacaron a Occidente de la recesión de la posguerra de 1945. Keynes planteaba la puesta en práctica de políticas fiscales y monetarias por parte del Estado para mitigar los efectos de la recesión y de las crisis que con carácter cíclico se producen en el mundo de la economía.
Hay que partir del hecho de que la actividad empresarial genera riqueza, empleo y es la que suministra de recursos al sector público. Por ello, cuando más se amplíe la base de contribuyentes más recursos públicos se generarán, lo que querrá decir que se ha producido un aumento del empleo y, en consecuencia un crecimiento de la economía.
Carlos Etxeberri, NOTICIAS DE GIPUZKOA.