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Ocupas sin k

Son muchos, bastantes más de lo que podemos sospechar. Obedecen a una estrategia hábilmente calculada, elaborada en condiciones de absoluta discreción, muy cerca de lo que podemos concebir como clandestinidad. Su actividad responde a una situación de emergencia social, sobrevenida por décadas de planificación errónea, de una total falta de ordenación territorial. Su tarea consiste fundamentalmente en satisfacer las aspiraciones de una buena parte de la población. Lo arriesgado de su actividad les obliga a situarse en el mismo borde de la legalidad, a la que burlan por medio de complicados mecanismos jurídico-políticos que son preparados por bufetes de respetables abogados.

Pese a la violencia social que representa la mayor parte de su actividad, rara vez acaban con sus huesos en la cárcel. Saben moverse muy bien entre los intersticios del sistema y, dado el caso, interponen a sujetos libres de toda sospecha, para que aparezcan en público en su nombre, evitando así que la opinión pública se les eche encima. Son los “ocupas sin k”, gentes de probada militancia en su profesión, que perturban la paz ciudadana con sus proyectos alternativos y contribuyen a empobrecer el país, convirtiéndolo en una enorme finca a su servicio.

Aunque algunos de ellos son lo suficientemente jóvenes para poder integrarse, previamente disfrazados, en cualquier grupo de okupas convencional, su edad media suele ser un tanto más elevada, ya que los esfuerzos que deben realizar para asentarse en el consabido ranking les consumen varios años de sus apreciadas vidas. La encomiable tarea que desarrollan en aras al enriquecimiento de la sociedad a la que sirven, les hace merecedores de grandes recompensas, bien en metálico (conocido popularmente como dinero negro) o bien en agradecimientos institucionales (en forma de comisiones, subvenciones, modificaciones de planes urbanísticos, informes de impacto ambiental favorables y otras menudencias).

Si el asunto afectara a países con grandes extensiones de tierras vírgenes o deshabitadas, como Estados Unidos o Rusia, las fechorías de estas gentes no rebasarían las páginas de misceláneas de los periódicos de provincias, pero tratándose como se trata de un país de apenas 21.000 kilómetros cuadrados, según las últimas estadísticas, la cosa adquiere relieves alarmantes. En muy pocas décadas de historia, curiosamente las cinco o seis últimas, se ha producido tal fenómeno de ocupación del territorio que ni los más viejos del lugar se hubieran podido imaginar. De aquellas carreteras estrechas que se pegaban al terreno y se retorcían por montes y valles sin apenas producir heridas al entorno, hemos pasado a las autopistas de tres carriles por sentido. De los ferrocarriles de vía estrecha que zigzagueaban por parajes inverosímiles y cuyos vagones de madera rozaban las arboledas que cruzaban a su paso, hemos venido a proyectos como el TAV, que reducirá a escombros todo el ancho pasillo que ocupará con cemento y catenarias de última generación. De los preciosos refugios naturales para que atracasen nuestros pesqueros y barcos mercantes, como Mundaka o Mutriku, hemos pasado a superpuertos como el de El Abra de Bilbao o el que la Cámara de Comercio de Gipuzkoa y sus socios quieren construir en las laderas de Jaizkibel-Pasaia. De los burgos y caseríos asentados sobre el terreno mediante un ejercicio inteligente de adaptación, pasamos ahora a las ciudades de diseño en medio de la nada, como el proyecto de Gendulain o el anterior y más discreto de Mendillorri. De las sendas de contrabandistas y los caminos de carros que comunicaban a ambas vertientes de nuestros Pirineos pasaremos a la autovía transpirenaica de tres carriles y a la autopista Iruñea-Jaca, facilitando la invasión automovilística de nuestro más preciado paraje montañoso. Y qué decir de nuestras ciudades, donde se dispone de un inventario casi infinito de viviendas vacías que sustentan la especulación más miserable, mientras las administraciones, en lugar de atajar esa lacra, se emplean a fondo en ocupar el último espacio libre que aún les quede para edificar en él alguna nueva promoción de viviendas de protección oficial en las dos modalidades existentes: con pago previo en negro o bien directamente del constructor-ocupa de turno.

Alguien podrá pensar que lo descrito es una exageración, un disparate catastrofista, un nuevo empeño en desprestigiar a instituciones y gremios varios de la construcción. Pero lo que me ocupa, nunca mejor dicho, no es tanto el negocio inherente a estas prácticas, que parece, hoy por hoy, inevitable, sino el constante deterioro que sufre un bien tan escaso como el territorio. Tantos años preocupados por la “territorialidad” y es posible que cuando nos podemos encontrar en las vísperas de acercarnos a su reconocimiento, nos estemos aproximando al mismo tiempo al colapso de nuestro territorio, en el sentido de disponer de tan poca superficie libre de “ocupas” que nos sea imposible enderezar la situación en el futuro. Y es que por muy buena ordenación del territorio que se pueda hacer de aquí en adelante, evitando las agresiones más evidentes y minimizando al máximo el impacto de las “ocupaciones” que se consideren ineludibles, el margen de maniobra disponible es ya muy escaso. Son ya más de cincuenta años de apropiación desordenada del territorio mediante una carrera sin límites hacia el “desarrollo y el progreso” talando bosques, construyendo túneles, ocupando terrenos agrícolas, desviando cauces de ríos y regatas, realizando trincheras y taludes, asfaltando caminos y senderos, extendiendo el hormigón por doquier. Y todo eso, lamentablemente, se paga.

El modo de producción capitalista en el que nos desenvolvemos propicia la rapiña del territorio. Protestamos amargamente por la tala de árboles en el Amazonas, destinada a ampliar las hectáreas dedicadas al cultivo de soja y no queremos darnos cuenta de que aquí, delante de nuestras narices, se dan fenómenos similares, no para la implantación de soja, pero sí para el desarrollo de los más variados proyectos, sean de infraestructura, comunicaciones o vivienda. El resultado final viene a ser el mismo. Por lo tanto, y sin caer en mensajes alarmistas, es hora ya de que abordemos de frente la situación y comencemos a debatir qué futuro planteamos para nuestros escasos 21.000 kilómetros cuadrados. Si no lo hacemos pronto es posible que en el próximo futuro no podamos disponer de terreno libre suficiente, no ya para ampliar alguno de nuestros aeropuertos, sino para levantar un modesto frontón de trinquete.